Habilidades Lectoras 6Cuarto Bimestre
Estrategias guiadas para la comprensión crítica y expresión escrita
El extraño caso del dr. Jekyll y mr. Hyde
El libro El extraño caso del dr. Jekyll y mr. Hyde es una novela escrita a finales del siglo XIX por Robert Louis Stevenson y está dividida en 10 capítulos a la que se le puede considerar una novela de suspenso y misterio, de terror o como una lectura destinada a extraer ideas filosóficas sobre el bien y el mal.En esta obra se pueden destacar dos partes bien diferenciadas:
En la primera, el autor nos narra la investigación de Utterson acerca de lo misterioso de los dos personajes que dan título al relato: el doctor Jekyll y la otra parte de sí mismo, Hyde.
En la segunda parte de la novela, la confesión de Henry Jekyll aclara todos los misterios y dudas que al lector le hayan surgido a lo largo de toda la primera parte. El narrador deja en manos del propio Jekyll la narración, quien explica su historia en primera persona.
En la obra predomina la descripción sobre el diálogo, el narrador nos describe cada una de las situaciones en las que se encuentran los personajes.
Retrato del autor de El extraño caso del dr.Jekyll y mr. Hyde.
Capítulo II
En busca de Hyde
Cuando por la noche volvió a su casa de soltero, Utterson estaba deprimido y se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos, después de cenar, tenía la costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro de árida devoción en el atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas de medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a la cama.
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre con el rótulo “Testamento del Dr. Jekyll”, y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción. En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus bienes pasarían a su “amigo y benefactor Edward Hyde”, sino que, en caso de que el doctor Jekyll“desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente durante un periodo superior a tres meses de calendario”; el susodicho Edward Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson. En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas, amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces, el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos, nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y preciso el presentimiento de un demonio.
–Pensaba que fuese locura –dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable documento–, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square, esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo. “Si alguien sabe algo es Lanyon”, había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura, conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos, antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario entró en el asunto que tanto le preocupaba.
–Lanyon–dijo–, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no? –Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes –bromeó Lanyon–, pero me parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
–¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes –dijo Utterson.
–Los teníamos –fue la respuesta–, pero luego Henry Jekyll se ha convertido en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha empezado a razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace ya mucho que prácticamente no lo veo... ¡No hay amistad que aguante –añadió poniéndose de repente rojo– ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
“Habrán discutido por alguna cuestión médica”, pensó; y siendo, como era, ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad), añadió: “¡Y si no es esto!”. Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido:
–¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal... protegido de Jekyll, llamado Hyde?
–¿Hyde? –repitió Lanyon–. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio, oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.
Portada del libro en una de sus primeras ediciones.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche bajo la velada cara de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.
“Si él es el señor Esconde –había pensado–, yo seré el señor Busca”. Y, por fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia, los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de sus reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
–¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:
–Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
–Veo que vais a entrar –contestó el notario–. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
–Si buscáis a Jekyll no está en casa –contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza–: ¿ Cómo me habéis reconocido?
–¿Me haríais un favor? –dijo Utterson
–¿Cómo no? –contestó el otro. ¿Qué favor?
–Dejádme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.
–Así os habré visto –dijo Utterson–. Podrá valerme en otra ocasión.
–Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó Hyde–. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección –añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.
“Buen Dios! –se dijo el notario–, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?”. Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
–Y ahora decidme –dijo el otro–. ¿Cómo me habéis reconocido?
–Alguien os describió –fue la respuesta.
–¿Quién?
–Tenemos amigos comunes –dijo Utterson.
–¿Amigos comunes? –hizo eco Hyde con una voz un poco ronca–. ¿Y quiénes serían?
–Jekyll, por ejemplo –dijo el notario.
–¡El no me ha descrito nunca a nadie! –gritó Hyde con imprevista ira–. ¡No pensaba que me mintieseis!
–Vamos, no se debe hablar así –dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.
“Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay –se repetía perplejo el notario–. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo”.
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores, arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante esta puerta y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
–¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? –preguntó el notario.
–Voy a ver, señor Utterson–dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con viejos muebles de roble–. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O os enciendo una luz en el comedor?
–Aquí, gracias –dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para anunciar que el doctor Jekyll había salido.
–He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica –dijo–. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa?
–Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
–Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole–comentó el notario con una mueca.
–Sí, señor. Efectivamente, señor –dijo Poole–. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
–Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? –preguntó Utterson.
–Pues, claro que no, señor –dijo el otro–. El no viene nunca a comer, y no se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
–Bien, buenas noches, Poole.
–Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño.
¡Pobre Harry Jekyll–pensó–, tengo miedo de que esté realmente metido en un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya pasado tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción...
Por desgracia, debe ser así: “el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error.”
Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado, buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo ¿Utterson se reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.
“A este señorito Hyde –se dijo–, si se le estudia de cerca, se le deberían sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol.
Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Harry... ¡Pobre Harry, qué despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del testamento, podrá impacientarse por heredar...
¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!”.
“¡Sí!Si al menos me lo permitiese!”, se repitió. Porque una vez más habían aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento.
En el siguiente enlace podrás observar un resumen animado de la gran novela de Stevenson.
En el siguiente enlace verás una serie de fotografías o imágenes de los personajes en recreaciones para cine.
Segunda lectura
Se han hecho comparaciones con personajes de otras novelas de terror como Drácula o bien, como al hombre lobo (podríamos llamarlos mounstros) en el que su comportamiento rebasa por mucho las reglas sociales de buena conducta. Por un lado tenemos la parte racional, la cual está interesada en elevar el espíritu y mejorar intelectualmente (dr. Jekyll) y, por otro lado, nos encontramos con la parte instintiva a la que no le interesa más que la satisfacción física (mr. Hyde): también podemos entenderlo como esta contraposición entre cuerpo y espíritu. A la vez, los personajes podrían simbolizar la luz y la oscuridad que hay en todos y cada uno de nosotros.
Capítulo V
Carew
Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.
El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común. Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí, junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
–¿Y ahora? –dijo Utterson apenas se fue Poole–. ¿Has oído la noticia?
Jekyll se estremeció visiblemente.
–Estaba en el comedor –murmuró–, cuando he oído gritar a los vendedores de periódicos en la plaza.
–Sólo una cosa –dijo el notario–. Carew era cliente mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras ocultar a ese individuo!
–Utterson, lo juro por Dios –gritó el médico–, juro por Dios que ya no lo volveré a ver.
Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el aire febril de Jekyll.
–Espero por ti que así sea –dijo–. Saldría tu nombre, si se llega a procesarlo.
–Estoy convencido de ello –dijo el médico, aunque no pueda contarte las razones.
Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He..., he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.
–¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?
–No, he acabado con Hyde y ya no me importa él –dijo con fuerza Jekyll–. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto abominable.
Utterson se quedó un momento rumiando.
Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
–Bien –dijo al final–, veamos la carta.
La carta, firmada “Edward Hyde” y escrita en una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de esta carta, que ponía la relación entre los dos bajo una luz más favorable de lo que hubiese imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
–¿Tienes el sobre? –preguntó.
–No –dijo Jekyll–. Lo quemé sin pensar en lo que hacía. Pero no traía matasellos. Fue entregada en mano.
–¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
–Haz libremente lo que creas mejor –fue la respuesta–. Yo ya he perdido toda confianza en mí.
–Bien, lo pensaré –replicó el notario.
Pero dime una cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible desaparición tuya, te la dictó Hyde?
El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero apretó los dientes y admitió.
–Lo sabía –dijo Utterson– ¡tenía intención de asesinarte. ¡Te has escapado de buena!
–¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una lección... ¡Ah, qué lección! dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las manos.
Al salir, el notario se paró a intercambiar unas palabras con Poole.
–Por cierto –dijo–, sé que han traído hoy, en mano, una carta. ¿Quién la trajo?
Pero ese día no había llegado otra correspondencia que la de correos, afirmó resueltamente Poole.
–Y sólo circulares –añadió.
Con esta noticia el visitante sintió que reaparecían todos sus temores. Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta del laboratorio; más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las cosas eran así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
“¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!”, gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos en la calle.
Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el notario. Y no pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el escándalo. La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.
Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado de la chimenea, y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor Guest, su oficial. En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien calculada del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas, rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso. Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como el matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la colina, iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se relajaron los nervios del notario. No había nadie con quien mantuviera menos secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos de trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de Hyde como íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones. ¿No valía la pena que viese esa carta clarificadora del misterio? Además, siendo un apasionado y un buen experto en grafología, la confianza le habría parecido totalmente natural. El oficial, por otra parte, era persona de sabio consejo; difícilmente habría podido leer ese documento tan extraño sin dejar de hacer una observación: y quizás así, vete a saber, Utterson habría encontrado la sugerencia que buscaba.
–Un triste lío –dijo– lo de Sir Danvers.
–Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación dijo el señor Guest–. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
–Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un documento, una carta de su puño y letra –dijo Utterson–. Se entiende que este escrito queda entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un lío feo es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.
Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante después ya estaba inmerso en el examen de la carta, que estudió con un apasionado interés.
–No, señor –dijo al final–. No está loco.
Pero tiene una caligrafía muy extraña.
–Es extraña desde todos los puntos de vista –dijo Utterson.
Justo en ese momento entró un criado con una nota.
–¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido reconocer la caligrafía en el sobre –se interesó el oficial mientras el notario desdoblaba el papel–. ¿Algo privado, señor Utterson?
–Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
–Sólo un momento, gracias –dijo el señor Guest.
Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una minuciosa comparación.
–Gracias –repitió al final devolviendo ambos–. Un autógrafo muy interesante.
Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar consigo mismo.
–¿Por qué los habéis comparado, Guest? –preguntó luego, de repente.
–Bien, señor –dijo el otro, hay un parecido muy singular; las dos caligrafías tienen una inclinación distinta, pero por lo demás son casi idénticas.
–Muy curioso –dijo Utterson.
–Es un hecho, como decís, muy curioso –dijo el señor Guest.
–Por lo que yo no hablaría de esta carta.
–No –dijo el señor Guest–. Ni yo tampoco, señor.
Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la carta en la caja fuerte y decidió dejarla allí. “¡Misericordia! –pensó–. ¡Henry Jekyll falsario, a favor de un asesino!”. Y la sangre se le heló en las venas.
En el siguiente enlace podrás observar un fragmento de un musical de El extraño caso del dr. Jekyll y mr. Hyde.
En la siguiente liga encontrarás un cómic de la novela de Stevenson.